El escuchante de aves
Peripecias, anécdotas y grabaciones de José Carlos Sires, pajarero invidente
José Carlos Sires, en una de sus salidas. Abajo: petirrojo, martinete, hembra de pico picapinos, dos abejarucos y martín pescador.
José Carlos Sires conoce el mundo de oído, y lo saborea como pocos. Fascinado desde pequeño por la naturaleza y rendido a las aves, la vida le permitió contemplarlas hasta los seis años, cuando quedó ciego. Sin embargo, sus salidas al campo, sus escuchas, sus grabaciones y sus horas de dedicación le han permitido poder identificar prácticamente todas las voces de la avifauna común española, que compone una hermosa coral de cientos de cantos. Sires es hoy, y sobre todo, un escuchante de aves. Tras haber impartido varios cursos sobre su pasión, ahora está enseñando todo lo que sabe a cerca de 600 aficionados que siguen en las redes su taller sonoro, ágil y vibrante.
Cada día, a través de varios grupos de WhatsApp y a modo de concurso, Sires muestra a sus alumnos un audio concreto, y al compartir la solución les dirige la atención hacia los pequeños detalles que diferencian una especie de otra -la nota, el ritmo, las repeticiones…-, les habla de las costumbres del animal, sus distintas voces (alarma, llamada de contacto...), de su hábitat, de las fechas en que pueden oírlos y hasta les cuelga una imagen. «Luego está que ellos practiquen, porque el aprendizaje de los sonidos de aves es práctica, no se consigue en una sesión», recalca. El tiempo invertido dependerá de las capacidades de cada persona. Si bien se dice que esta facultad se sitúa próxima al oído musical, no es su caso «hay gente que cree que quienes nos dedicamos a esto tenemos que ser unos hachas en música, pero yo no lo soy», sonríe.
Además de «practicar mucho», recomienda a los no iniciados planificar el aprendizaje. Así, una vez escogido el destino de la próxima salida, hay que estudiar el tipo de paisaje, analizar qué pájaros son los más comunes y elegir unas cinco o seis especies, cuyos cantos se debe repasar varias veces en casa hasta haberlos aprendido. Y después es cuando se hace la visita al campo.
Sires lleva escuchando aves desde los 10 años, y tiene 36. Con las grabaciones empezó en 2014, en su Sevilla natal. Gracias a ello, dispone de un archivo de muchísimas horas, que le da mucho trabajo. De hecho, aún está procesando lo que grabó el año pasado. Sus medios no son profesionales «por ahora», pero eso no impide que haya compartido más de 8.000 registros en xeno-canto, una web especializada de prestigio internacional.
El proceso de grabación tiene su anecdotario y no sale todo tan bien como uno se imagina. Un caluroso junio de hace unos años avisó de que iría junto a su amigo Carlos Luna a una dehesa cercana a Puebla del Río y Coria. Querían grabar chotacabras y, efectivamente, había varios machos cantando. Este canto tiene buena propagación y en el silencio de la noche se captura cómodamente. Localizaron un adulto que estaba aquerenciado a cantar en un sitio y allí se quedaron. Se puso el ave a vocalizar y les regaló la secuencia de canto completa, con los palmetazos finales incluidos, mientras ellos permanecían forzosamente quietos y agazapados. Los mosquitos de las marismas relativamente cercanas aprovecharon su expuesta quietud «¡y no nos dieron ná…! pero claro, como te muevas estropeas la grabación», se excusa. No acabaron ahí los contratiempos. Esa noche intentó registrar a una pareja, «pero el microfonito que tenía yo entonces se había quedado casi sin pila y salió muy flojo, ¡qué coraje y qué tirones de pelo!». Y mismo resultado con una pelea de dos machos: se levantó viento y no pudo ser. «Y eso que se hartaron de cantar. El viento es el peor enemigo del grabador de sonidos de la naturaleza, el viento y las cigarras», recalca con frustración.
Con 12 ó 13 años ya se sabía este escuchante muchos nombres de pájaros. A esa edad, sus padres le regalaron la Guía Sonora de las Aves de España y recuerda que «había solo unos pocos que no conociera». Ahora se ríe, pero admite que «siempre he sido un manta absoluto en Matemáticas; no me ponían ni nota, era una ‘M’ de ‘Mal’. Y mira que creo que tuve buenos profesores, pero es que no me enteraba. Necesité de un profesor particular. Y resultó ser aficionado a la ornitología». Son esos requiebros inesperados de la vida, que no sabes en qué forma te hace un presente. Así, al acabar las clases charlaban de pájaros: «él me contaba curiosidades que yo le preguntaba porque no tenía a nadie más a quien consultar, no tenía a nadie con quien salir al campo. Y con él empecé. Tengo mucha vinculación a ciertos arroyos de Doñana, como el de la Reocina, porque allí fueron mis principios. También el Acebuche y el Acebrón, pero el primero es el más rico en especies, tiene varios hábitats distintos y unos senderos cómodos. Y allí comencé a hacer mis pequeñas listas de pajarero-ansia-viva».
«Salvo las rapaces -que me las pierdo-, las aves se comunican mucho por el oído», asegura José Carlos Sires, feliz con su afición. En contra tiene también momentos como la migración en Tarifa. «Ahí yo no pinto nada», bromea. Tampoco es un perseguidor de rarezas. Muchos birdwatchers -término anglosajón para designar a los aficionados a la observación de aves- lo son. El otoño pasado hubo un mosquitero bilistado en Córdoba y lo grabó. Pero «las rarezas suelen ser jóvenes o hembras, muy perdidos y que no suelen vocalizar mucho. O, por ejemplo, si hay un ganso piquicorto en un bando de gansos comunes no puedo yo grabar nada», aclara.
Otro sitio que visitó con su maestro le propició una gran desilusión y bastante pena años más tarde. Era la charca de Diego Puerta, en el pueblo sevillano de Los Palacios. Diego Puerta fue un torero que tuvo un cortijo para extracción de áridos, y un día le surgió un manantial. El sitio es bastaste interesante, «con viñedos de secano con olivares guapísimos, y allí me inauguré con el alzacola rojizo, con 15 años escuchando varios cantando a la vez, y una colonia de garcillas bueyeras en el tarajal... Es curioso que mi madre, de pequeña, conoció a Diego Puerta. Luego, por ciertas razones, tonterías que hace uno, me desvinculé del pajareo y cuando volví, más de diez años después, quise ir a visitar el sitio». Pero ya no había alzacolas porque no había viñedo ni olivar, «era un horror de campiña exhausta y fea, emborrachada de pesticidas, algodonales hasta los ojos de agroquímicos… La charca sí estaba, pero todo lo demás prácticamente había desaparecido, aquello estaba acabado. De aquel cortijo que con 15 años vi medio derrumbado, pero que acogía a un dormidero de una rapaz nocturna, se habían llevado las tejas, que son caras y se venden, y estaba prácticamente en la nada, no podía dar soporte ni a cernícalos primilla ni a nadie», lamenta palpablemente. Y agrega: «creo que eso ocurre con muchos espacios, que se están degradando a pasos agigantados. Tú vas a la campiña, te quedas sin ir tres años y notas la decadencia. Hay menos pájaros, ciertas especies ya no están, han cambiado un trigo de secano por algodón, o ya no existe ese olivar viejo con sus troncos retorcidos que eran refugio de agateadores, carboneros y telas de araña entre sus pliegues, y ahora hay olivares intensivos, que yo no sé dónde vamos a tener para regar tanto intensivo en un clima seco como estamos…», se duele.
Imaginarse un ave sin verla es difícil. «Por ejemplo, el avetoro, a uno no se le ocurriría que es una garza rechoncha», apunta. Conforme creció, pudo ir preguntando a los amigos cómo eran esas aves que escuchaban juntos. Y es que entre las notas de la banda sonora de su vida protagonizada por la avifauna se cuelan por huecos preferentes su novia, Esperanza, y sus amistades. Sin ellos, su relación con las aves se vería notoriamente limitada. Ellos le trasladan animosamente de aquí para allá en coche, ya que él no puede conducir «de momento». Les está felizmente agradecido y lo reconoce: «cada vez que digo que quiero ir a grabar un pájaro, hay alguien que me ofrece ayuda».
José Luis Garzón, al cual hace tiempo que no ve, investigaba años ha al vencejo cafre «y yo tenía ganas de grabar ese bicho». Le invitó a ir cuando los pollos estuvieran grandes y se les viera entrando y saliendo a menudo del nidal, porque durante el cortejo, decía, le costaba dar con los nidos -esta ave se los roba a la golondrina dáurica-. Acudió cuando le avisó de que tenía dos localizaciones. Había un tercer nido en una casa abandonada con la hierba crecida bajo los pies, pero algún desaprensivo lo había derrumbado con un palo con la mala suerte de que uno de los animales descansaba dentro y lo mató. Lo encontró su amigo. De los dos que quedaban, uno estaba en la sierra de Algeciras, «en una zona que queman los narcos para distraer a la Policía y la Guardia Civil cuando van a introducir drogas, y está peladísima. Hay unos búnqueres que hizo Franco y allí había un nido», por lo que tenían que subir primero por las tardes a dejar la grabadora, y volver a ascender todos los días a las 05:00h de la mañana a recogerla. Porque las actuales son programables y las puedes dejar varios días. Una pila puede durar hoy 21 horas; como además se le puede indicar que grabe en un horario determinado cada día, se dosifica la pila y aguanta varias jornadas. Pero entonces no, eran pilas normales y grabadores no programables, en mono además, pero que grababan muy claramente. «Y allí que subíamos, cuesta para arriba, por el sendero ése, yo detrás de mi amigo, agarrado a su mochila. Si era yo el que quería poner la grabadora, por lo menos que me costara, le decía». Pero resultó infructuoso, no se grabó nada. El otro nido estaba en un búnquer a pie de playa. Tuvieron que quedarse cerca porque había riesgo de que les sustrajeran el aparato. «Vimos el amanecer a la orilla del mar a finales de junio con una temperatura de lujo. Un regalo de dioses. Permanecimos después sesteando un par de horas, hasta que pensamos que ya estaba listo». Ese nido sí dio resultado porque los padres hacían llamadas cuando entraban. Había merecido la pena.
Por amigos y anécdotas no será. En otra ocasión se fue con Carlos Molina Ángulo, que hace estudios de la especie, a grabar alzacola. Los ejemplares de la zona de trabajo «son un poco feos para foto, porque les ponen anillas de colores y quedan horrendos, pero para controlarlos desde lejos esos códigos les van bien». Como el experto tenía todos los machos localizados y sabía dónde cantaba cada uno, pusieron la grabadora debajo de los posaderos. «Sacamos unas grabaciones guapísimas. Me pidió si las podía usar para trampearlos para su estudio, y por supuesto le dije que sí. Me contó que resultaron mucho más efectivas que las oficiales que él utilizaba y que caían hasta las hembras, con las que solía tener problemas».
El también periodista está feliz con su afición. «En la mayoría de parajes se escuchan siempre más aves de las que se ven. En un bosque, por cada pájaro que tú veas, yo voy a estar escuchando ocho o diez. Para censos en bosques el oído es mejor que la vista. Y lo mismo en los carrizales. Hay especies que prácticamente no se ven nunca, como el ruiseñor bastardo o el rascón», explica.
Además, detalla que «hay especies que son más fáciles de distinguir por sus voces que por su aspecto, como el cernícalo vulgar y el primilla. O el mosquitero común y el ibérico, que no suelen coincidir en espacio-tiempo, pero pueden hacerlo cuando uno se va y el otro viene; y si tienes que determinar con la vista hasta dónde le llegan las primarias, es mucho más complicado».
«Por el oído puedes distinguir las especies muy rápidamente, puedes hacer un global de aves enseguida, y afinar en el conteo de individuos». Y no se trata solo de las voces aisladas, sino de los paisajes sonoros que crean. «Es una fotografía en audio de cómo es el lugar. La sonoridad del ambiente te indica en qué paisaje estás: el bosque tiene un eco característico, las zonas rocosas otro, las marismas tienen poco eco…, y el conjunto de especies refleja en qué ecosistema estamos. Incluso se detectan esas zonas de cambio entre ecosistemas: los ecotonos; como cuando, por ejemplo, oyes pájaros de bosque y de charca».
A la gestión de sus grabaciones le dedica Sires mínimo cuatro horas al día y, a veces, prácticamente una jornada laboral. Todo depende del audio que maneje. Si es complicado, si tiene ruidos de fondo, si tienes que estar muy atento, cortar mucho… «a esos les dedico menos tiempo porque agota mucho más procesarlo; pero si es más sencillo y agradable le dedico más horas». No hay día que salga sin su grabadora «porque siempre puedes tener una sorpresa», advierte. Aumentar sus grabaciones de paisajes sonoros de España es una de las ilusiones que se trae entre manos.
No se identifica el pajarero con ningún ave, pero les tiene un cariño especial a los vencejos. Todos los años, con el grupo de coordinación de SOS Vencejos España, atiende a los pollos que se caen de los nidos. Son bastante fáciles de criar («fácil, no barato», puntualiza). Les alimentan con grillos y gusanos de la harina. «Si los coges desde muy chiquitos son muy táctiles, te buscan la mano. Por eso me he especializado en los más pequeños». Y los ensalza con cariño: «los vencejos no necesitan un aprendizaje previo ni se improntan. Llevan todos sus comportamientos incrustados en la genética. Pertenecen a las aves primigenias, han evolucionado 40 millones de años». El concurso de belleza, sin embargo, lo ganan las golondrinas, «el pájaro más bonito que puede existir. Tienen una suavidad de plumaje que es como si fueran vilanos de dientes de león…», compara.
En cuestión de cantos lo tiene difícil, pero se decanta por el de la alondra de Dupont (o ricotí): «bajarte de una furgoneta a las cinco de la mañana y escuchar el chasquido peculiar de su parada nupcial por toda la llanura, eso no tiene precio». Además, como ex criador de canario de canto timbrado español -ya no, «si tengo que elegir, los prefiero en libertad», dice-, viajar a Canarias y «oír al canario silvestre es ese punto donde confluyen las dos aficiones. El canto del canario silvestre lo reúne todo, está perfectamente equilibrado, tiene una finura, una hermosura, un metal, es cristalino… es una cosa increíble». Le pasa por la mente el ruiseñor, con sus más de 300 frases, antes de recordar que «ahora que caigo, precisamente diferenciar el vencejo común y el pálido me costó algo más. Una vez que lo aprendí me decía: ‘¡cómo no has sido capaz de aprender esto antes!’».
Y aunque esto de los cantos «me sale de forma automática, es de mis pocas habilidades, la verdad», admite que Internet «supuso para mí unas puertas abiertas, porque para ciegos hay pocas cosas sobre naturaleza. Si hay poco interés en la sociedad en general, entre colectivos de invidentes cuesta más. Traducir un libro es hacer un gran esfuerzo para que, a lo mejor, le interese a cuatro personas», se apena.
Conoció a Esperanza un Día Mundial de los Humedales en la Cañada de Los Pájaros. Él había pedido ayuda en un grupo de observadores de aves de Andalucía para grabar águila imperial y críalo, y ella contestó diciendo que conocía algunos sitios. Entonces Sires también colgaba algunos audios en el grupo junto a un pequeño texto, pero nadie respondía y lo dejó, un poco desmoralizado. Tiempo después Esperanza le confesó que ella siempre escuchaba sus audios. Ese año intercambiaron algunas palabras y ahí quedó la cosa. Coincidieron algunos años más en la misma celebración; en la última quedaron para observar aves y poco a poco surgió la relación de pareja. Hoy, ella, «que es muy generosa», lo lleva en coche, le acompaña a grabar audios y hasta le ha tuneado la ruleta de las velocidades de la Termomix con pintura 3D para que pueda saber en qué rango está. «Eso me ha dado a mí la vida. Me encanta cocinar para ella, que llegue y esté la mesa puesta y ver su cara de satisfacción. Siempre me ha gustado el mundo de la cocina, pero nunca me he atrevido. Ahora quiero comprarme una olla GM y alguna cosilla que podamos manejar los ciegos, porque hay platos, tema guisos y demás, que en la Termomix no podemos hacer», revolotea su cabeza despreocupadamente por su amable vida en pareja. A los dos les gusta salir mucho al campo, ella también graba -«se compró una Tascam DR 05 y hace grabaciones de lujo»- y saca fotos. El invierno pasado quedaron con Chúss -la dueña de la lámpara en la que todos los años le anidan golondrinas (ver: «Una pareja de golondrinas anida en mi salón desde hace cinco años»)- porque Esperanza tenía ganas de hacer fotos de pito real, y se acercaron a un campo de golf de Cádiz «y Esperanza casi quema la cámara allí, porque ese pájaro normalmente se ve salir pitando como un balín verde, apenas un instante, o pasa muy lejos; pero éstos eran dóciles», detalla. Cuando fueron de viaje a Gredos le encantaron los escribanos hortelanos; y sacaron un roquero rojo muy lejano, que luego les salió mejor en la Sierra de Segura con Carlos Rossi, «que nos llevó a un sitio que conoce, y se nos puso el bicho a tres metros, y allí estaban los dos a reventar las cámaras, y sacaron unas fotacas…». Y mientras, él, grabando. «Últimamente grabo más paisajes, pero disfruto cuando mi chica hace fotos chulas. Esta primavera vino un pájaro que tiene ella muchas ganas de ver, el treparriscos. Lo vieron en el Caminito del Rey, pero por circunstancias no pudimos ir, y eso me ha matado porque teníamos muchas ganas y estaba aquí al lado; no sé si tendremos otra oportunidad de verlo». Queda ese plan en la maleta, y otros, como escuchar al urogallo en Pirineos, volver a oír la alondra de Dupont o visitar Canarias, siempre con ella.
«Quizá mi anécdota preferida es con el torillo andaluz». Es un ave que tiene los papeles sexuales invertidos: la hembra es la que canta y defiende el territorio, es más grande y tiene un plumaje más llamativo; y el macho incuba y cuida las crías. La hembra llama, el macho viene, la chequea a ver si le gusta «porque son muy exigentes y buscan hembras sanas fuertes y valientes». Ella pone en el nido cuatro huevos, y cuando deposita el cuarto se va y deja la casa al cuidado de él. Vivía antaño en el sur de España, Córcega y norte de África. En nuestro país se perdió, se cree que al tirarle a la codorniz, con la que se confundía. Son además muy sensibles al uso de pesticidas: andurrean por el suelo y necesitan mucho insecto, y si no lo hay no pueden criar. Y a la degradación de las costas. «Se creía totalmente extinto hasta que se encontró una población en Marruecos que realmente también se está yendo a pique y está la cosa un poquito triste. Un día, una amiga mía guía de naturaleza en Doñana, Sonia, me comentó que conocía al investigador que trabajaba con la especie, Carlos Gutiérrez Expósito. Me dieron permiso para ir a la zona con un amigo que me guiara, porque no podían estar pendientes de mí, y me pidieron que de paso les tomara algunos datos. Jesús Gil, que es un enamorado del país, y yo fuimos allí pensando que llegaríamos a un paraje exótico, pero nos llevaron a una campiña horrenda, con parcelitas de alfalfa, calabaza -las favoritas de los torillos- tomate, trigo…, huertecita tradicional pero fea fea… Algún eucalipto por ahí y en las lindes cañas. Se oían las motobombas por todos los lados, y nosotros allí sentados en lo alto de las alpacas de paja, escuchando el canto de los bulbules, que a pesar de su aspecto soso es uno de los cantos más bonitos de la zona mediterránea, y cuando oíamos a las hembras del torillo intentábamos dejar la grabadora cerca, y anotábamos a qué hora cantaban, cuántas notas daban…», evoca. Lo triste, alega, es que «este pájaro se podría reintroducir perfectamente en España, pero el Gobierno marroquí, si no hay dinero de por medio, no va a ceder pájaros, y el español, por un pájaro que no va a dar apenas turismo -aunque yo creo que sí podría-, que es chiquitito, terrestre, que no se ve, que no es de colores vivos, pues igual. Y el coraje que más me da es que se reproduce muy bien en cautividad y se podría establecer una buena población en España. La marroquí se va a perder, y a no ser que en Argelia -que eso no hay quien lo explore- quede alguna población, pues igual no vuelvo a oír yo torillo andaluz en mi vida. Es como si me hubieran quitado algo que tenía yo derecho a disfrutar. Como si me hubieran arrebatado algo que era mío, igual que lo es de ellos, pero ellos no se dan cuenta», cuenta con tristeza.
Sires ha colgado ya cerca de 40 especies en su taller de WhatsApp. «Escuchar aves es mi pasión, el motor que me mueve. El otro día leí a alguien en Facebook diciendo que la biodiversidad está sobrevalorada y que en cien años todo el planeta sería un ecosistema totalmente controlado donde solo quedarían las especies que nos interesaran; que no pasaba nada porque se pierdan especies y que, de hecho, para el ser humano sería interesante que muchas desaparecieran. Yo no quiero vivir en un mundo así. Para mí, la vida así no tendría sentido. El hecho de oír ese campo poblado y que en otras partes del mundo haya animales distintos, ese prodigio de que un vencejo pueda dormir en vuelo, que una hembra de pingüino emperador pueda reconocer a su pareja por el sonido en una colonia de miles y miles de individuos, esas maravillas que se dan en el mundo natural es lo que le da sentido a mi vida. Vivir en un maizal gigante no me valdría la pena. La vida no tiene sentido si no es con la riqueza natural que nos abraza y nos rodea», sopesa José Carlos Sires, mientras ladea la cabeza, quizá escogiendo la próxima protagonista para su taller, quizá dejándose mecer por el portento de su canto, y siempre, siempre, escuchante de aves.
NOTA: imagen del vencejo cafre, de Derek Keats con licencia CC, extraíde de la página de Wikipedia dle animal, ligeramente recortada por arriba.
Resto de imágenes: extraídas del perfil de Facebook de José Carlos Sires, con su permiso, autoría de Esperanza Poveda. Arriba se ve un pechiazul, Sires con un flamenco; más abajo, una fotografía de Esperanza Poveda, y un mochuelo. En el interior del coche, grabando audios de elanio con Eloísa Matheu.