Un oso es un tesoro inmenso. Es una mole de historia, kilos de patrimonio genético, el poder de la naturaleza, la comparación que nos hace pequeños, músculos de impresionante evolución, siglos de adaptación al bosque. Es la supervivencia hecha carne.
Me da la sensación de que en España no lo sabemos valorar bien. Que no tenemos estima por nuestra fauna en general, y por nuestra gran fauna en particular, cuando lo que deberíamos tener va más allá: pura admiración.
Este pasado sábado ha muerto una osa. Apenas lo he visto reflejado en prensa nacional. Qué pena. Qué pena perder el rugido lejano que roza tu nuca, la enorme cabeza que se vuelve para olerte en la distancia, los ojos pequeños que se clavan en tu miedo. Es una pérdida de valor incalculable (el coste es otra cosa, ahí sí nos podemos acercar). Pero en emociones, es incomensurable.
Justo hace un mes nos dejamos caer por Asturias en busca de la emoción del oso. Esa era nuestra intención. No fuimos solo por los caminos habituales, sino que nos perdimos también por los pueblos menguados en vecinos pero enormes en naturaleza, y estuvimos allí por donde sabíamos que el oso se atrevía a pasear. Pernoctamos en esa casa cuyo muro ha franqueado el enorme animal por las noches atraído por los higos olorosos y las rezumantes ciruelas, anduvimos camino arriba por donde nos habían avisado que bajaba, escudriñando huellas y rastros, hollamos en la oscurecida los atajos en el monte por donde, seguro, había rozado su lomo.
No hubo suerte, pero la emoción no dejó de estar presente. Ni un solo momento. Ni una sola noche. Ni una sola hora de escucha. Ni una sola madrugada del día siguiente en la que, encorvados sobre el suelo e inclinados hacia la vegetación, anhelábamos descubrir marcas de su paso. Sentir la cercanía de nuestra gran fauna es pura emoción, como cuando éramos niños y creíamos que una tarde podía ser mágica. Y la emoción no tiene precio.
Ha muerto una osa y nos hemos permitido un lujo.
Esta osa caminó herida por carreteras que cruzamos en su búsqueda y la de sus congéneres y se bañó en el río en el que buscamos, también con ilusión, salamandras y tritones. En el contorno de la piscina de un pueblo nos contaron que, en una ocasión, una hembra bajó para bañarse con dos crías. ¿Sería ella? Quizá por eso, por haber estado tan cerca, por casi habernos cruzado con su silueta, me he sentido tan próxima a su ser. Y quizá por ello también me he afligido tanto al conocer, a través de la labor de Fapas ('La agonía de una osa cantábrica'), su larga, triste y solitaria despedida...
Por aportar detalles, según indica la autopsia, el animal sufría una fractura múltiple abierta en la extremidad posterior izquierda y otra que afectaba sólo a tejidos musculares en la extremidad anterior derecha. Al parecer, ambas se se habrían producido unas 48 horas antes de su muerte, que los técnicos del Servicio Regional de Investigación y Desarrollo Agroalimentario (Serida) achacan a complicaciones de las lesiones de origen traumático, si bien, informan desde el Gobierno del Principado de Asturias, las conclusiones finales dependerán de los análisis pendientes. La plantígrada estuvo casi seis horas intentando bajar su fiebre antes de poder ser rescatada.
No sé. Quizá estoy sensible hoy, que es el Día Mundial de los Animales, y su imagen me viene una y otra vez a la cabeza.
Qué pena. Qué valiosa vivencia la de quienes pudieron verla en su esplendor, viva, poderosa, dueña de su futuro. Qué pena ahora. Qué lujo, insisto, perdido. Qué emociones que no volverá a suscitar. ¿Cuánto vale eso, quién me devuelve las emociones que esta osa ya no podrá brindarme?
(NOTA: a falta de imágenes de esta osa, os dejo la de otro ejemplar. En otra ocasión hablaremos de él).
Mónica Rubio. Periodista y Bióloga
2018-10-04