Un fresco y luminoso amanecer anunciaba un día perfecto ayer para pasear por el rico entramado de huertos de Mahoya, colmados de vegetales, promesa de la explosión de jugosos frutos que no tardará en llegar.

La ruta, que arranca dejando a la espalda la Ermita de Mahoya y se introduce por los estrechos caminos, recibe estos días al visitante con la agradable dulzura de un aire invadido por la fragancia de azahar.

Al senderista le acompaña, aquí y allá, el indispensable discurrir de las acequias, cauce 'gemelo' del Chícamo y alma líquida de la huerta, sin cuya agua toda esta promesa no sería posible. La llanura -hoya, más bien- de este barrio de Abanilla (Región de Murcia) sólo se vuelve fértil a su paso y las raíces lamen la vida directamente de sus ramales. Con este fin, cuatro quintas partes del agua del río se desvían para hacerla atravesar este lugar, llamado también la Huerta de Abajo. Juan Antonio Ramírez, guía y técnico de Medioambiente del Ayuntamiento de Abanilla, entidad que organizó la actividad, lo tiene claro. El Chícamo, dice, “es uno de nuestros grandes tesoros”.

Gracias a él, al ancestral sistema de regadío, y a unas circunstancias históricas que han hecho que esta agua sea ligeramente salobre, lo que aporta un sabor y un dulzor especial a los vegetales que alimenta, “nuestras frutas son exquisitas, y están en uno de los mejores ejemplos de huerta tradicional de los que hoy se conservan”, defiende.

Acequias, puentes, acueductos, minas y tablachos de antaño hacen que el agua llegue por su peso y que aún se reparte entre propietarios a ‘tandas’, es decir, que en un lapso de tiempo estipulado, por ejemplo, cada 22 días, el propietario puede regar durante un cuarto de hora, que es ‘una cuarta’, o ‘media cuarta’, o más, en función de la superficie del huerto. En cualquier caso, el riego tradicional se codea aquí ya con el agua del trasvase Tajo-Segura y con las negras mangueras del gota a gota.

El almendro, rey del cultivo de secano, se mezcla con albaricoques de Damasco y los de hueso dulce, naranjas, peretas, perfumadas higueras que rendirán ricas brevas, limones, peras de San Juan, ciruelas, habas cuando toca, patatas, alcachofas, deliciosos pésoles, piteras y el señorío de las palmeras, que lustros atrás se elevaban con profusión y que ahora todavía se enseñorean sobre antiguos sus dominios. El dátil fue perdiendo impulso económico y gran parte del palmeral se desconcentró debido a la demanda de árboles enteros. Estos días aún pueden contemplarse algunos plumeros recogidos, ocultando sus hojas del sol, preparándose para que sirvan de blancas palmas justo de aquí a un año, en el próximo Domingo de Ramos, que hoy se celebra. Si hoy ven estas palmas, acuérdense de Abanilla y su disperso palmeral.

El camino muestra cómo los huertos minifundistas -parcelas muy pequeñas debido a que el hortelano repartía la herencia entre su prole- se situaban a los pies de las casas, desde donde sus dueños podían controlarlas. La triste amenaza de los amigos de lo ajeno hacen que ahora muchos tengan que vallar sus terrenos.

El sol va apretando, sobra ya la chaqueta y el jersey, y conforme el camino se aleja de las barriadas, cebollas, ajos tiernos, acelgas y otras viandas van dejando paso al olivo. Merece la pena detenerse y rendir respeto a los ejemplares centenarios, “auténticos monumentos vivos”, reclama Ramírez.

El recorrido es suave, con apenas leves subidas y bonitas sinuosidades, pasa ante algún ejemplo cuidadísimo de huerto donde los ajos, los rábanos y las cebollas se distribuyen con mimo y esmero, desvela viejas y difusas lindes trazadas con palmito plantado a boleo o con chumberas, termina, tras unos cinco kilómetros, en la misma Ermita donde se inició y, ahora, el senderista puede recorrerlo sin pérdida gracias a la nueva señalización, en forma de arbolito verde, un olivo quizá, sobre una flecha indicativa.

En uno de sus recodos, el camino se asoma a los badlans, las ‘malas tierras’, que se elevan enfrente, algo alejadas. Es un paisaje donde la aridez se extrema y que por carecer de una densa capa vegetal en superficie, en ocasiones, es infravalorado, cuando por su singularidad es digno de mayores reconocimientos.

Y, de hecho, eso es lo que se ofrece en esta ruta organizada por la Concejalía de Medio Ambiente y la Oficina de Turismo del Ayuntamiento (no en vano titulada 'La rica huerta de Abanilla y su desierto'): acercarse en coche a esta zona, conocida aquí como Los Barrancos, y que supone un magnífico contraste a los ojos tras la abundancia de la huerta repleta de frutales y hortalizas.

En Los Barrancos se impone la geología, las formas esculpidas por el agua y el viento, lo surcos y las cárcavas, y la tenacidad de la vida, pues aquí aún es posible encontrar aves escasas y hasta inesperados anfibios, como cuenta María Ángeles Celdrán, responsable de la Oficina de Turismo del municipio.

Si el caminante tiene la suerte, además, como ocurrió ayer, de que a la ruta se sumen lugareños, el viaje se salpica de anécdotas, recuerdos entrañables (“allí vivía…”, “aquí pasaba miedo yo de pequeño”, “ahí había un caserón”, “entonces nos comíamos los albaricoques verdes”…), y sabrosas recetas: “aquí hacemos unas gachasmigas muy buenas”. Junto con las gachas tortilleras y otros manjares, tomamos nota, porque Abanilla merece, seguro, otra visita.

monica_rubio_foto_blog_bn.jpg

 

Mónica Rubio. Periodista y Bióloga
2019-04-14