Si vas a perderte escoge, una vez en tu vida, un bosque de hayas.

En el dosel arbóreo saltan, de tronco en tronco, los picapinos negros, rojos y blancos, el trepador azul y el amarillo carbonero. A tus pies, entre la hojarasca y el musgo, se mueven el chochín y las salamandras, cuyas pequeñas crías vieron la luz hace apenas unos días. Como la naturaleza les da a entender, retuercen, torpes aún, sus cuerpecillos -que destellean con los rayos de luz que logran atravesar las hojas-, y hallan refugio en lo oscuro.

En la vieja madera rebuscan los longicornios de sensibles antenas y los ciervos volantes, y cada rodal de líquenes y setas crea un ecosistema vibrante.

Un pico dorsiblanco, la rareza de la zona que vistamos, atraviesa el aire. Su presencia nos confirma que tenemos el honor de hollar un hayedo maduro, el señor de las altas cumbres.

El fondo del pronunciado valle en uve está ocupado por una regata, tamborileante casi toda ella, remansada en breves tramos, y que va recogiendo aquí y allá constantes regueros que nutren al viejo bosque. El sonido del agua debería ser declarado patrimonio de la humanidad; no en vano, agua es lo que se busca en otros planetas como esperanza de vida, y aquí fluye por todos los rincones, visible e invisible.

Las ramas serpentean, retuercen y gimen a media altura, y al pie de los troncos surgen tocones, todo ello revestido del verde y brillante tapiz.

Arriba habitan las aves y las ardillas; abajo, anfibios y artrópodos. Y en nuestra imaginación, hadas, lamias y seres faéricos nos acompañan sendero adelante, en el buen camino.

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Mónica Rubio. Periodista y Bióloga
2023-08-19