Hemos hecho una escapada a Las Merindades -preciosa, por otra parte, os lo contaremos en un reportaje- y allí hemos tenido ocasión de disfrutar de algunas escenas muy muy bonitas.
Ésta, en concreto, nos sorprendió cuando estábamos reponiendo fuerzas a la sombra de un pequeño roquedo, con vistas a una laja que se enseñoreaba en el paisaje.
A nuestra llegada, por la cara sur, vimos cómo en el borde despuntaban dos cuervos, algo separados entre sí, observando el valle que se extendía a los pies. No se inmutaron cuando sobrepasamos rasantes a la laja, para desviarnos después un poco hacia la izquierda. Al volver la vista atrás, descubrimos la pared de la umbría, que desde la distancia parecía desocupada. Pero una mirada a través de los prismáticos nos sacó del error. Más de 50 chovas piquirrojas (Pyrrhocorax pyrrhocorax) descansaban, tranquilas y en silencio, a la sombra.
La llegada de la pareja de buitres leonados (Gyps fulvus) también fue silenciosa. No hizo falta emitir voz alguna. Fueron acercándose, planeando, mientras los grabábamos serenamente; y al alcanzar cierta distancia mínima, no sabría decir cuántos metros, una algarabía impresionante cortó nuestra meditación: las más de 50 chovas -que las contamos- saltaron espantadas, con gran griterío y desorden. Su primera intención fue venir a posarse al roquedo de enfrente, el nuestro, el que nos daba sombra; pero al descubrirnos, justo cuando cruzaban sobre nuestras cabezas, a muy corta distancia -impresiona, no creáis-, abortaron el intento de aterrizar, renovando algarabía y graznidos y teniendo que ir a esperar un poco más allá, algo más incómodas.
Los buitres leonados no mostraron prisa, aunque tampoco se entretuvieron mucho rato en la roca. Miraron aquí y allá, se acicalaron un poco, llegó un tercero, y al ratito, se fueron. No pasó ni medio minuto cuando las chovas, a nuestra espalda, reaparecieron para volver a hacerse dueñas de la atalaya.
Nosotros dejamos de grabar y continuamos con nuestro almuerzo.